Cuando hablamos de la Iglesia católica o del catolicismo solemos presuponer que se trata de un actor homogéneo y, en consecuencia, construimos sentencias del tipo: la Iglesia dice o la iglesia hace, el catolicismo quiere o el catolicismo rechaza… etc. Pero, en realidad, la Iglesia y el catolicismo están lejos de constituir una entidad uniforme. Si tuviera que definirlos rápidamente diría que son, más bien, una constelación de actores, atravesados por ideologías, tendencias teológicas, espiritualidades y concepciones sociales y políticas distintas, incluso contrastantes. Un terreno, además, en el que esas diferencias –a veces solapadas, a veces estridentes– se transforman frecuentemente en disputas y conflictos. Dicho de otra manera: un campo donde sus participantes luchan y dirimen cotidianamente la definición de las fronteras y los contenidos del catolicismo.

Diego Mauro
Nota publicada en Presente Histórico
El Papa existe, claro está, y tiene autoridad, no estoy negando eso. La Iglesia contemporánea, a diferencia de la medieval o la colonial, es efectivamente una institución centralizada, burocratizada y con una cierta capacidad de control y disciplinamiento. Pero, de nuevo, insisto, no hay que perder de vista dos cosas: primero que la autoridad –incluida la del Papa– no deja de ser recurrentemente cuestionada o, lo que es más frecuente, desobedecida sin mayores explicaciones; segundo, que el Papado es la cabeza de la Iglesia pero también, al mismo tiempo, uno más de los actores que disputan espacios y poder en el mundo católico. Un actor importante, no hay dudas de ello, pero no necesariamente el más importante siempre ni siquiera en cuestiones dogmáticas. Desde ya, incapaz de imponer su voluntad a ese universos de grupos, tendencias, episcopados, comisiones, congregaciones, órdenes, asociaciones, universidades, ateneos, ONGs, etc. que forman parte de las estructuras institucionales de la Iglesia o se reconocen católicas. Veamos un ejemplo concreto en el marco de la pandemia. Desde Roma, Francisco pidió acompañar las medidas sanitarias de los Estados. Él mismo apoyó en Italia las políticas del gobierno. Sin embargo, ese pedido no le impidió al arzobispo emérito de La Plata, Héctor Aguer, o a la Corporación de Abogados Católicos, por mencionar dos casos, acusar al gobierno argentino de estar limitando la libertad religiosa y de adoptar posiciones autoritarias. La postura de Aguer, por otro lado, no le impidió al obispo de San Justo, Eduardo García, considerar que las católicos que pedían volver a misa tenían una fe débil, que necesitaba de los sacramentos como si fueran un Redoxon espiritual. Tampoco le impidió acusarlos de egoístas y cuestionar su pertenencia a la Iglesia puesto que pedían por las misas pero no por la educación, la salud y la ayuda a los pobres. Además, en dicha declaración, agregaba, “de muy poco servirá la reapertura gradual de los templos si no hay una reapertura radical de la Iglesia de cara a la realidad, sin ombliguismos pseudo religiosos de autocomplacencia”.